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Por María José Sepúlveda y Catalina Olivos, abogadas expertas en propiedad intelectual.
En una economía global hiperconectada y saturada de información, el consumidor moderno enfrenta el desafío de distinguir entre miles de productos que, a simple vista, parecen similares. En este escenario, las marcas comerciales tradicionales, cuyo propósito se limita a identificar el origen empresarial de un producto, a veces no logran transmitir valores y atributos que resultan trascendentales para definir la decisión de compra.
En aquellos casos en que se practica un consumo más reflexivo, en una determinada compra la variable del precio puede ceder ante cierto tipo de atributos asociados al producto elegido, que aumentan su valor para quien lo adquiere, como el cumplimiento de ciertos estándares objetivos de calidad, trazabilidad o modos de producción. En ese sentido, las marcas colectivas y de certificación cumplen una función pública, pues aportan información adicional a los consumidores, construyendo confianza en torno al cumplimiento de requisitos fiscalizables.
Desde productos ecológicos hasta servicios turísticos sostenibles, desde textiles sin trabajo infantil hasta café cultivado con métodos regenerativos, las marcas colectivas y de certificación pueden funcionar como puente entre la promesa del productor y la expectativa del consumidor, garantizando atributos adicionales que agregan valor a la interacción de consumo.
Conforme a la definición legal hoy vigente en Chile, se trata de un signo “capaz de distinguir en el mercado los productos o servicios de los miembros de una asociación respecto de los productos o servicios de terceros”. Es decir, su titular es una agrupación de productores, fabricantes, comerciantes o prestadores de servicios que, bajo un modelo asociativo, acuerdan ciertas reglas comunes a ser aplicadas en su actividad.
Tal como lo define la Ley chilena N°19.039 tras su reforma de 2022, una marca de certificación es “todo signo capaz de distinguir en el mercado los productos o servicios de terceros, garantizando que éstos cumplen con requisitos y características comunes”. A diferencia de una marca comercial, su titular no produce ni comercializa los bienes o servicios certificados, sino que actúa como un tercero imparcial que fija, supervisa y garantiza estándares.
Esta neutralidad estructural refuerza su valor simbólico. El titular de la marca —que puede ser una entidad pública, privada, nacional o internacional— debe desarrollar un reglamento de uso detallado, someter a los solicitantes a controles objetivos y realizar fiscalizaciones periódicas. De este modo, el consumidor puede asociar el sello de certificación con una garantía objetiva.